sábado, 23 de febrero de 2013

seguir el rastro de la estatua




Libro: País de Estatuas, Ian Rodríguez Pérez, Sanlope, 2011 
Autor: Ricardo López Lorente

«El restaurador, para seducir a las estatuas, tiene que dominar el silencio»; y tiene que saber, también, el complejo espejo de su habilidad. Este “país” se encuentra en todas partes y en partes conviene un silencio que se nutre de esa mirada blanca, aunque por ciertos momentos deja a la vista otros materiales: bronce, hierro, esa otra roca que verdea: jade. Dentro de los “recursos” es muy visible lo callado, como plataforma para crear una sensación de irreversible ansiedad. A pesar, de que sea muy difícil, extremadamente difícil, construir una posición fija frente a la poesía de Ian Rodríguez; ya que simula una visión cómoda frente a la imagen, lo cual requiere la fuerte negativa de un abrazo; puesto que eso (el abrazo) crece en la inmovilidad de estas estatuas.
El concierto estimula esta tonada, un animal revisitado influye y salta hacia nosotros, viene húmedo de mar, viene con esta clave que abre sus alas: el alcatraz, ahondando en la satisfacción de su vuelo por sobre Prometeo encadenado, tan preguntón hasta el hastío, y sobre vuela también a Quevedo, desde la extraña ironía recubierta con el misticismo del dorado siglo de los peces. Apostar por una estructura aceleradamente sencilla, place a la imagen y la proyecta velozmente, creando un out-zoom sobre el paisaje impreso en la memoria. Sabe Ian que sus “versos” serán repetidos infinitamente, y esa locución inmortal estará a manos de ese lector que quiere viajar: al improbable.
La figura del alcatraz aparece de repente, tras la estatua sin nombre (todas las estatuas, al fin y al cabo, son una sola estatua) acusa al ostracismo del panorama nunca envejecido. Acaso es una visión preliminar ante aquello negado por el alcatraz. Acaso estaríamos tan equivocados, como para no ver y no saber y no admitir que esta presencia, sólo es verdadera en el territorio de las estatuas. «Nada tiene más sentido que el aroma de tu ausencia en las ramas que el viento agita» [pp.29]. La mujer aparece como una forma espiritual que no quiere ceder espacio; el erotismo siendo objeto de investigación, nos tienta a su inmolde extrañeza. La mujer, que tiene varios nombres (y uno de ellos en consecuencia es: Estatua), con una estola marmórea, y esa candidez exacta, precipita partiéndose en pedazos, pero no llega al suelo por que las manos del restaurador le sostiene y no deja caer su música.
En la mediana altura nace un cambio de ritmo: «Un amigo es también tu soledad» [p.34], el “juego” comienza a enredarse en las manos del restaurador; pues el ejército silencioso no padece sino de inmortalidad.
«Cerca de ti, ¿por qué tan lejos verte?» Aprieta Guillén ese gatillo, ese puente en la distancia que destaca, primero: una frontera; segundo: estamos dispuestos a cruzarla; tercero: Ian nos estará esperando en la mitad justa del puente con la amabilidad del descubrimiento. Pues sabe que nada es más importante que seguir adelante. Y nosotros nos apoyamos en la estatua de un alcatraz, nos descubrimos eso que llega, moverse en el sentido de la estatua es, también, que ella se mueva hacia nosotros.
Aunque no hayan ojos, ni nariz, ni forma exquisita de la piel, la estatua está ahí esperando a ser reconstruida; pues no importa el musgo, ni la herrumbre, no importa nada salvo conocer el paradero que bajo nosotros hizo una estatua. Casi en movimiento, casi nos señala, nos recuerda que cualquier noche es necesaria para vernos. En un parque. Bajo la forma que vio crecer a nuestros padres, o bajo la que un día verán: los hijos de nuestros hijos: aquellos que besaron bajo ella, hablaron, abrazaron, retozaron con sus sexos proclamando la forma de un orgasmo, recordarán para siempre quién los vio: esa figura inmóvil que atrapa Ian y hace que viva.
Sólida forma poética que establece: «Cuando me abandone el verso ¿seré ceniza?» [pp.30] Abandono total cuando una estatua habla (o un busto, su forma simplificada) en una voz que trasciende la historia misma: todas las razas optaron (y optan) por la estatua como sentido eficaz. «Pero nadie a mi dolor responde» (Guillén), «como si se tratara de la más postergada de todas las esperanzas que se postergan» (Ian) [pp. 55]. El ruido se oculta, y es esa similitud eso que hace este libro sensible.
Existe un momento interesante pescado por el alcatraz, como sólo él sabe hacerlo:
«(…) Si el día deja caer como al descuido, su aburrido velamen, y empuñas toda su astucia (…) »
«(…) Si te apegas, si realmente es esta, tu adusta fatalidad —ésa que te niega y al mismo tiempo te reafirma—. Desde toda su diablura, con toda su inocencia, sabrás de antemano, aquello que es posible (algunas estatuas esperanzadas) se aventuren a revelarte (…)»
[Num. 42; pp 52]
Y no queda nada más que saber el final de este “cuento-poema”, y ese final no es descubierto hasta que lejos del libro ya cerrado, una tarde cualquiera, donde ese parque sin nombre te atrapó como un árbol, bajo la presencia exclusiva del bronce, el hierro, el jade, el mármol, recuerdas el nudo en la garganta que el silencio del país de las estatuas no descorrió, siquiera te incitó a deducir la forma de soltarlo.  Como si el alcatraz, no fuera él mismo, sino su sombra; y cargaras de modo subcutáneo «los parajes tan recónditos e ignorados»;  desde donde, «proviene el desafinado violín que en tu pecho silencias».
II
«No despierta. /La doncella se resiste. /Desconfía». (Ciudadano Común; Xiomara Rodríguez). Tres visiones que en perfecto reconocimiento de especie, podrían corresponder a las estatuas.  Cuando Ian dice: «En tus labios el silencio adopta formas confortables, brevemente conciliadoras, y como todo lo breve, necesarias, agónicas, tiranizantes argucias».  [pp. 26] Una dimensión umbral proviene de alguna parte, donde lo importante no es la eternidad, no es lo quieto, no es lo insomne. Curiosa propuesta de la otra-vida, en amena sombra, la prosa poética no le alcanza para probar que: el sitio existe, es hermoso. El fragmento [de lo cual se acusa el propio Ian: Y como yo soy total/mente un poeta arrítmico (o mi ritmo es más bien heavy)//Ariel año IX, no. 1, Cuarta época, 2006; La misión (o de cómo Ismael propone un viaje dialogado)], so pena de quedar solo, se inmiscuye (confunde) con ese/a a quien va dirigido el golpe, la misiva, el mensaje, en resumen: la diana confluyente. 
«Hay en lo común poetizable esta directa hazaña que en llanísimo lenguaje, superpone aquello develado» (Lezama). ¿Qué es lo que se busca con un libro que habla de estatuas que se mueven (no ciencia ficción), de pájaros grandísimos (el alcatraz), de mujeres que llegaron a pasarse lo esencial por esa parte oscura del camino; qué es lo que se busca? «Una estatua, para resistir la impronta de los restauradores, primero debe encontrar, y luego ir perfeccionando, su manera de entregarse». [pp. 21] Así responde Ian, con esa organicidad tonal donde: «a punto de tener en las manos un rostro posible, distingue con quién compartir este silencio frágil del que es acreedor por costumbre». Entonces el ostracismo no es una vida fácil, que con paciencia, restaure el tiempo perdido.
Ahora, aseguro que «leyendo un poema de Ana Ajmátova recordé el olor de los calabozos» (La filosofía de los huecos; Ariel año VI, no. 1-2, Cuarta época, 2003, pp. 19), hubo el 23 de enero de 2002, Nocturnidades II como presagio:
Todas las noches, las mujeres tatuadas/esperan por el restaurador. /Durante esa profunda catedral de sueños dispersos /ansían los dedos apresurados del restaurador. /Desde el cuello a la cintura,  la voluntad de restaurador. /Fistin dólar y tocas el clítoris –chamusquean /las mujeres tatuadas /al oído oportuno del restaurador, /del restaurador acechado, /del restaurador sin familia que alimentar, /del triste o desanimado restaurador portugués, /de restaurador alemán, griego, o argentino, /tal vez, comunitario; con menos exigencia /si se confiesa católico, o cristiano, al fin y al cabo /un restaurador. Marino o comerciante, /restaurador solitario, /más vale si joyero o empresario cubano. /Todas las mujeres tatuadas, /y esto sí que es una regla, coleccionan al menos /un restaurador nocturno /dispuesto, bajo cualquier circunstancia, /a mitigar nocturnidades, supuestamente /irreparables.
Donde el comienzo apretado del símbolo se matiza sobre un solo punto; pero luego pluraliza y lo vuelve un país (País de Estatuas), confiriendo alternativas hechas desde parábolas oficiantes.


En las islas de Pascuas, inmortales en vigilia, no disimulan su combinación con el paisaje, ese “callado” complemento impone que se “escuche” los ecos traídos por el mar. Con el viento como personaje, allí se defienden, sin brazos ni argumentos para sostener esa respuesta; invitar al levantamiento es su más lejana cuestión, más bien su posición advierte la espera, y en esa lícita dicotomía, a uno, que no es tan inerte, le dan ganas de saber qué quieren decir con esa erguida pasión disimulada. En la China, el movimiento fue elemental en esos soldados que acompañan hacia el otro lado a su “indefenso” mártir; en terracota, cada rostro es nuevo, cada animal tiene sus propias cicatrices; la violencia inmóvil se pega a las paredes ante el holocausto; y nadie creyó que miles de ellos iban a ser sacrificados; siempre supieron: se les llevaría hacia la eternidad. En el Mediterráneo, la barba fue una característica cardinal que evidenciaba cierta amplitud en el conocimiento; y la búsqueda de esa “belleza” se instauró hasta que la otra patria grande tuvo suficiente voz para alzarse (*ismos, *istas, movimientos y tendencias literarias). En América, que sufría de la cambiante fuente de las migraciones, las estatuas cargadas de “espejos humanos” entre plumas y huesos colgaban sobre los ojos de las gentes.

martes, 27 de noviembre de 2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario