Libro: País de Estatuas, Ian Rodríguez Pérez, Sanlope,
2011
Autor: Ricardo López Lorente
«El
restaurador, para seducir a las estatuas, tiene que dominar el silencio»; y
tiene que saber, también, el complejo espejo de su habilidad. Este “país” se
encuentra en todas partes y en partes conviene un silencio que se nutre de esa
mirada blanca, aunque por ciertos momentos deja a la vista otros materiales:
bronce, hierro, esa otra roca que verdea: jade. Dentro de los “recursos” es muy
visible lo callado, como plataforma para crear una sensación de irreversible
ansiedad. A pesar, de que sea muy difícil, extremadamente difícil, construir
una posición fija frente a la poesía de Ian Rodríguez; ya que simula una visión
cómoda frente a la imagen, lo cual requiere la fuerte negativa de un abrazo;
puesto que eso (el abrazo) crece en la inmovilidad de estas estatuas.
El concierto estimula esta tonada, un animal revisitado
influye y salta hacia nosotros, viene húmedo de mar, viene con esta clave que
abre sus alas: el alcatraz, ahondando en la satisfacción de su vuelo por sobre Prometeo encadenado, tan preguntón hasta
el hastío, y sobre vuela también a Quevedo, desde la extraña ironía recubierta
con el misticismo del dorado siglo de los peces. Apostar por una estructura
aceleradamente sencilla, place a la imagen y la proyecta velozmente, creando un
out-zoom sobre el paisaje impreso en
la memoria. Sabe Ian que sus “versos” serán repetidos infinitamente, y esa
locución inmortal estará a manos de ese lector que quiere viajar: al improbable.
La figura del alcatraz aparece de repente, tras la estatua
sin nombre (todas las estatuas, al fin y al cabo, son una sola estatua) acusa
al ostracismo del panorama nunca envejecido. Acaso es una visión preliminar
ante aquello negado por el alcatraz. Acaso estaríamos tan equivocados, como
para no ver y no saber y no admitir que esta presencia, sólo es verdadera en el
territorio de las estatuas. «Nada tiene
más sentido que el aroma de tu ausencia en las ramas que el viento agita» [pp.29]. La mujer aparece como una forma
espiritual que no quiere ceder espacio; el erotismo siendo objeto de
investigación, nos tienta a su inmolde extrañeza. La mujer, que tiene varios
nombres (y uno de ellos en consecuencia es: Estatua), con una estola marmórea,
y esa candidez exacta, precipita partiéndose en pedazos, pero no llega al suelo
por que las manos del restaurador le sostiene y no deja caer su música.
En la mediana
altura nace un cambio de ritmo: «Un amigo
es también tu soledad» [p.34], el “juego” comienza a enredarse en las manos del restaurador; pues el ejército silencioso
no padece sino de inmortalidad.
«Cerca
de ti, ¿por qué tan lejos verte?» Aprieta Guillén ese gatillo,
ese puente en la distancia que destaca, primero: una frontera; segundo: estamos
dispuestos a cruzarla; tercero: Ian nos estará esperando en la mitad justa del
puente con la amabilidad del descubrimiento. Pues sabe que nada es más
importante que seguir adelante. Y nosotros nos apoyamos en la estatua de un alcatraz,
nos descubrimos eso que llega, moverse en el sentido de la estatua es, también,
que ella se mueva hacia nosotros.
Aunque no hayan ojos, ni nariz, ni forma exquisita de la
piel, la estatua está ahí esperando a ser reconstruida; pues no importa el musgo,
ni la herrumbre, no importa nada salvo conocer el paradero que bajo nosotros
hizo una estatua. Casi en movimiento, casi nos señala, nos recuerda que
cualquier noche es necesaria para vernos. En un parque. Bajo la forma que vio
crecer a nuestros padres, o bajo la que un día verán: los hijos de nuestros
hijos: aquellos que besaron bajo ella, hablaron, abrazaron, retozaron con sus
sexos proclamando la forma de un orgasmo, recordarán para siempre quién los vio:
esa figura inmóvil que atrapa Ian y hace que viva.
Sólida forma poética que establece: «Cuando me abandone el verso ¿seré ceniza?» [pp.30] Abandono total
cuando una estatua habla (o un busto, su forma simplificada) en una voz que
trasciende la historia misma: todas las razas optaron (y optan) por la estatua
como sentido eficaz. «Pero nadie a mi
dolor responde» (Guillén), «como si
se tratara de la más postergada de todas las esperanzas que se postergan»
(Ian) [pp. 55]. El ruido se oculta, y es esa similitud eso que hace este libro
sensible.
Existe un momento interesante pescado por el alcatraz, como
sólo él sabe hacerlo:
«(…) Si el día deja caer como al descuido,
su aburrido velamen, y empuñas toda su astucia (…) »
«(…) Si te apegas, si realmente es esta, tu
adusta fatalidad —ésa que te niega y al mismo tiempo te reafirma—. Desde toda
su diablura, con toda su inocencia, sabrás de antemano, aquello que es posible
(algunas estatuas esperanzadas) se aventuren a revelarte (…)»
[Num. 42; pp 52]
Y no queda nada más que saber el final de este “cuento-poema”, y ese final no es
descubierto hasta que lejos del libro ya cerrado, una tarde cualquiera, donde
ese parque sin nombre te atrapó como un árbol, bajo la presencia exclusiva del
bronce, el hierro, el jade, el mármol, recuerdas el nudo en la garganta que el
silencio del país de las estatuas no descorrió, siquiera te incitó a
deducir la forma de soltarlo. Como si el
alcatraz, no fuera él mismo, sino su sombra; y cargaras de modo subcutáneo «los parajes tan recónditos e ignorados»; desde donde, «proviene el desafinado violín que en tu pecho silencias».
II
«No
despierta. /La doncella se resiste. /Desconfía». (Ciudadano
Común; Xiomara Rodríguez). Tres visiones que en perfecto reconocimiento de
especie, podrían corresponder a las estatuas.
Cuando Ian dice: «En tus labios el silencio adopta formas confortables,
brevemente conciliadoras, y como todo lo breve, necesarias, agónicas,
tiranizantes argucias».
[pp. 26] Una dimensión umbral proviene de alguna parte, donde lo
importante no es la eternidad, no es lo quieto, no es lo insomne. Curiosa
propuesta de la otra-vida, en amena sombra, la prosa poética no le alcanza para
probar que: el sitio existe, es hermoso.
El fragmento [de lo cual se acusa el propio Ian: Y como yo soy total/mente un poeta arrítmico (o mi ritmo es más bien
heavy)//Ariel año IX, no. 1, Cuarta época, 2006; La misión (o de cómo
Ismael propone un viaje dialogado)], so pena de quedar solo, se inmiscuye
(confunde) con ese/a a quien va dirigido el golpe, la misiva, el mensaje, en
resumen: la diana confluyente.
«Hay en
lo común poetizable esta directa hazaña que en llanísimo lenguaje, superpone
aquello develado» (Lezama). ¿Qué es lo que se busca con un libro
que habla de estatuas que se mueven (no ciencia ficción), de pájaros
grandísimos (el alcatraz), de mujeres que llegaron a pasarse lo esencial por
esa parte oscura del camino; qué es lo que se busca? «Una estatua, para
resistir la impronta de los restauradores, primero debe encontrar, y luego ir
perfeccionando, su manera de entregarse». [pp. 21] Así responde
Ian, con esa organicidad tonal donde: «a punto de tener en las manos un rostro
posible, distingue con quién compartir este silencio frágil del que es acreedor
por costumbre». Entonces el ostracismo
no es una vida fácil, que con paciencia, restaure el tiempo perdido.
Ahora, aseguro que «leyendo un poema de Ana Ajmátova recordé
el olor de los calabozos» (La filosofía de los huecos; Ariel año VI, no. 1-2,
Cuarta época, 2003, pp. 19), hubo el 23 de enero de 2002, Nocturnidades II como presagio:
Todas las noches, las mujeres
tatuadas/esperan por el restaurador. /Durante esa profunda catedral de sueños
dispersos /ansían los dedos apresurados del restaurador. /Desde el cuello a la
cintura, la voluntad de restaurador.
/Fistin dólar y tocas el clítoris –chamusquean /las mujeres tatuadas /al oído
oportuno del restaurador, /del restaurador acechado, /del restaurador sin
familia que alimentar, /del triste o desanimado restaurador portugués, /de
restaurador alemán, griego, o argentino, /tal vez, comunitario; con menos
exigencia /si se confiesa católico, o cristiano, al fin y al cabo /un
restaurador. Marino o comerciante, /restaurador solitario, /más vale si joyero
o empresario cubano. /Todas las mujeres tatuadas, /y esto sí que es una regla,
coleccionan al menos /un restaurador nocturno /dispuesto, bajo cualquier
circunstancia, /a mitigar nocturnidades, supuestamente /irreparables.
Donde el comienzo apretado del símbolo se matiza sobre un
solo punto; pero luego pluraliza y lo vuelve un país (País de Estatuas), confiriendo alternativas hechas desde parábolas
oficiantes.
En las islas de Pascuas, inmortales en vigilia, no disimulan
su combinación con el paisaje, ese “callado” complemento impone que se
“escuche” los ecos traídos por el mar. Con el viento como personaje, allí se
defienden, sin brazos ni argumentos para sostener esa respuesta; invitar al
levantamiento es su más lejana cuestión, más bien su posición advierte la
espera, y en esa lícita dicotomía, a uno, que no es tan inerte, le dan ganas de
saber qué quieren decir con esa erguida pasión disimulada. En la China, el movimiento fue
elemental en esos soldados que acompañan hacia el otro lado a su “indefenso”
mártir; en terracota, cada rostro es nuevo, cada animal tiene sus propias
cicatrices; la violencia inmóvil se pega a las paredes ante el holocausto; y
nadie creyó que miles de ellos iban a ser sacrificados; siempre supieron: se
les llevaría hacia la eternidad. En el Mediterráneo, la barba fue una
característica cardinal que evidenciaba cierta amplitud en el conocimiento; y
la búsqueda de esa “belleza” se instauró hasta que la otra patria grande tuvo
suficiente voz para alzarse (*ismos, *istas, movimientos y tendencias
literarias). En América, que sufría de la cambiante fuente de las migraciones,
las estatuas cargadas de “espejos humanos” entre plumas y huesos colgaban sobre
los ojos de las gentes.
martes,
27 de noviembre de 2012
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