sábado, 23 de febrero de 2013

El hombre amarillo y las furias



         I.            Embestida

Los textos que se reúnen y versan en La isla en peso (Unión, 2012), se agolpan contra el pecho dejando una indescifrable apariencia de estar hechos de agua. Se recrean en una perfección que no puede ser ocultada, puesto que en cada línea se avanza y agitan las bases en ese terremoto consecuente: entonces nuestro cuerpo, tiende a rozar leve e indeciso, el éxtasis.
¿Qué es lo que no se podrá decir de Virgilio Piñera en los versos que corren sobre La isla en peso? Acaso un estiramiento de la imagen, una repatriación en tono vernáculo, un sosiego vanguardista que pisa enérgico, una fuerza inimaginable. Aún así, todo lo que incluye (la isla y sus rituales) tiende a recrear un lejano enjambre de meditaciones desde la parte baja del siglo xx.
La isla… es acción pura y no una función de ópera. Una vez que se navega hacia ella, la tierra se diluye, los pájaros no despiertan a la ciudad, el polvo se acumula y, aquello firme, nos convoca, realza la tentación desde lo efímero. “El espejo es neutral”1 y trabaja sobre el mito (su desaparición, y por tanto, su conversión en fantasma).
Virgilio Piñera, en la tristeza amarilla, no escalona sentimientos, no los administra, y la inevitable circunstancia es una música que se atasca. En ese silencio provocado los paisajes destruyen la intimidad, el resultado que vibra. Destapa esa isla la confusión, donde los perros juegan a lamer las rodillas en señal de esclavitud; donde solo un color se concibe, color matizado mientras más nos adentramos en el libro.
Esa división triple, sostenida a veces en el núcleo, indica que no todo se ha dicho en los poemas, más bien se ha mostrado el principio de lo que pudo ser establecido. Dentro de ese parámetro no son, cabalmente, poemas circulares, cerrados. Ellos abren la puerta con un ímpetu desgarrador: buscan felicidad o descanso; encuentran grietas y abismos.
En el primer muelle de la isla se propone la saliva corrosiva –sin pretensión de gran avance–, con la asimilación irreductible de la fuerza oculta del verso, sin aquello que pueda ser obstinado y libre, como incansable regreso al retorno de esa distancia violable del caído en el poema.
La medida in extremis y las figuras y tropos que se usan, lo tornan polémico porque cierta libertad poética es la consecuencia del apego a las formas tradicionales. Nada queda al descuido en La isla…, ni el más mínimo golpe, ni siquiera el tormento de escribir en la nota exacta.
El poema “La isla en peso” hace parecer a los demás intentos de poesía; pero esto sucede cuando se mira en la superficie de un libro que, en sí, es un ente puro. El movimiento que tiene dentro obliga a su lectura, y deja una palabra como rector: el retorno. Casi-angelical, carga con la responsabilidad del título del libro, escrito por un alocado bardo. Pero no contribuye, su destaque, al recuerdo del resto.
Y creo que de eso va la madeja, el libro es un eterno retorno, porque Virgilio se está yendo hacia el principio, porque Piñera se disfraza de todos sus personajes para ennoblecer el acto poético.
La primera persona recorre casi todo el libro, desde un “yo” que no se atrasa y siente cómo lo hecho, es inalcanzable. La respuesta del lector no es necesaria. Debe sentarse a escuchar/ver/tocar/degustar/leer la sensación que ofrece. Si no está preparado cerrará la puerta; si lo está, tendrá la sensación de haber obtenido algo que es indefinible.
La extática razón de estar frente a un mito, quizá, le propina esa condición de verdad develada y redimensiona cada palabra que sostiene. Alcanzar un libro que encierra, a pesar suyo, esa otra visión, es un privilegio.
La isla en peso es más de lo que dice su inicio. Es mucho más que un intento de no decir; porque faltó durante mucho tiempo, regresa con un vuelo de piedra filosofal en una risa plena.
Virgilio Piñera extrajo de otros lugares una isla concierto, una isla de semillas y frutales. Una isla de encierro que no espera. En ese caso, al querer distinguirse por una fuerza individual, la amalgama ya tenía un futuro desastroso.
La unión de los símbolos que crecieron fuera del imaginario propuesto por el grupo antagónico (grupo Orígenes, liderado por José Lezama Lima y Rodríguez Feo, que establecía una creación adjunta a la divinidad), llevó la hechura estructural de Virgilio, aparentemente sencilla, a traspasar hacia otro referente fuera de lo místico religioso, donde lo carnal (tómese carnal como contacto abrasivo entre los integrantes de las esferas sociales) se enrarece a partir de los puentes sujetos sobre plataformas tan contundentes como: la falta, el no-olvido, la cercanía, la monotonía.
Puesto que la fuerza editorial de ese tiempo la poseía el otro, la consumación artística se regía (y se rige) por las capas dentro de las cuales se movían, y la sacralización de los valores morales terminaba en la adoración a los íconos, la cosmogonía poética de Virgilio quedó (y queda) al margen.
También su propia ausencia (definitiva durante un período interrumpido de doce años) disminuía esa voz activa que necesita la propaganda de su literatura.
Los textos fundan el viaje y su curador intentó rescatarlos. Pero no pudo, la certeza aplasta cuando se ve de cerca eso que será la ruina. Las lágrimas cesan con el último sonido de una lata de galletas, bocabajo, percutora; y también cesa el chirrido de la verja, el oído pegado a la pared, que ya no escucha.
Mucha isla queda fuera de esa isla, que, ante todo, es un mural de estereotipos urbanos pertenecientes al cosmos recordado, y esa repetición (no olvidar los años que, maravillosamente, Virgilio puso bajo cada poema como firma) se actualiza. Hace sesenta años estamos quietos, por el regreso, por devolver la mirada hacia atrás con ensimismamiento; eso también deja el libro entre las manos. La quietud abre la herida, lo inamovible es imparable, la aureola aturde la visión de un pueblo «rodeado de agua por todas partes».
Un paralelo a lo construido por esos años, un paralelo a lo edificado por estos, recarga el peso de la isla, como bolsa se hunde en la tierra fluida bajo los pies, y está llena de huecos por lo vieja y gastada, por esos huecos se juega a mirar y no se mira, por esa mirada se rebota en la palabra, en la punta de una aguja entra hiriendo el ojo, el juego, y se convierte en otro hueco de la bolsa.
La isla en peso besa libertades que están allí, en la piel de una isla comiéndose a sí misma, en lo que la puebla.
La soledad donde se concibió no disminuye el empuje de cada página, con valentía las cosas vienen a despedirse de su forma natural y la metamorfosis encuentra, a través de ellas, la asimilación y concordancia que durante mucho se creyó mística. La soledad y el silencio de ese libro no ahogan lo que lo hace cierto.
¿Cómo acercarse al incorpóreo? ¿Cómo abrir la mueca que hace en silencio? ¿Hacia dónde fue Virgilio que no pidió compañía?
En el hueco del cordal, un dulce dolor nos despierta en la noche. El grito sordo no molesta. En ese espacio, la cascada con su flujo destruye las estatuas. Las grandes voces han hecho la crucifixión pero quiso algo-por-encima que ese mundo llegara a quien lo busca.
Leer los poemas (que sí son) de La isla en peso es un viaje físico y metafísico que se entremezcla. No existe allí la sobrenaturaleza, lo cotidiano poetizable, lo real maravilloso, lo mágico, lo oculto, lo secreto; en sí el secreto es no-secreto, visible, tangible, sucio degradado, distinto que está en la bajocerteza expuesta.
Ausencia de lo divino, la poesía no viene de ninguna parte, en tanto que el poema siempre se hace con el roce, y no solo el roce, sino esta indetenible e inestable congoja de que todo se hace cierto.
Entonces, ¿Será preciso encontrar la madeja? ¿Resolverla?, en el verso de Virgilio todo lo que se dice acumula, y todo lo que no se dice es también parte de su diana; la mano que empuja hacia la búsqueda no es la de Virgilio y toda la leyenda que lo envuelve, sino esa atracción por el núcleo exacto de la poesía.

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