Los textos que se reúnen y versan en La isla en
peso (Unión,
2012), se agolpan contra el pecho dejando una indescifrable apariencia de estar
hechos de agua. Se recrean en una perfección que no puede ser ocultada,
puesto que en cada línea se avanza y agitan las bases en ese terremoto
consecuente: entonces nuestro cuerpo, tiende a rozar leve e indeciso, el
éxtasis.
¿Qué es lo que no se podrá decir de Virgilio Piñera
en los versos que corren sobre La isla en peso? Acaso un estiramiento de
la imagen, una repatriación en tono vernáculo, un sosiego vanguardista que pisa
enérgico, una fuerza inimaginable. Aún así, todo lo que incluye (la isla y sus
rituales) tiende a recrear un lejano enjambre de meditaciones desde la parte
baja del siglo xx.
La isla… es acción pura y no una función de ópera. Una vez
que se navega hacia ella, la tierra se diluye, los pájaros no despiertan a la
ciudad, el polvo se acumula y, aquello firme, nos convoca, realza la tentación
desde lo efímero. “El espejo es neutral”1 y trabaja sobre el mito
(su desaparición, y por tanto, su conversión en fantasma).
Virgilio Piñera, en la tristeza amarilla, no
escalona sentimientos, no los administra, y la inevitable circunstancia es una
música que se atasca. En ese silencio provocado los paisajes destruyen la
intimidad, el resultado que vibra. Destapa esa isla la confusión, donde
los perros juegan a lamer las rodillas en señal de esclavitud; donde solo un
color se concibe, color matizado mientras más nos adentramos en el libro.
Esa división triple, sostenida a veces en el
núcleo, indica que no todo se ha dicho en los poemas, más bien se ha mostrado
el principio de lo que pudo ser establecido. Dentro de ese parámetro no son,
cabalmente, poemas circulares, cerrados. Ellos abren la puerta con un
ímpetu desgarrador: buscan felicidad o descanso; encuentran grietas y abismos.
En el primer muelle de la isla se propone la
saliva corrosiva –sin pretensión de gran avance–, con la asimilación
irreductible de la fuerza oculta del verso, sin aquello que pueda ser obstinado
y libre, como incansable regreso al retorno de esa distancia
violable del caído en el poema.
La medida in extremis y las figuras y tropos
que se usan, lo tornan polémico porque cierta libertad poética es la
consecuencia del apego a las formas tradicionales. Nada queda al descuido en La isla…, ni el
más mínimo golpe, ni siquiera el tormento de escribir en la nota exacta.
El poema “La isla en peso” hace parecer a los demás
intentos de poesía; pero esto sucede cuando se mira en la superficie de un
libro que, en sí, es un ente puro. El movimiento que tiene dentro obliga
a su lectura, y deja una palabra como rector: el retorno. Casi-angelical, carga
con la responsabilidad del título del libro, escrito por un alocado bardo. Pero
no contribuye, su destaque, al recuerdo del resto.
Y creo que de eso va la madeja, el libro es un eterno
retorno, porque Virgilio se está yendo hacia el principio, porque Piñera se
disfraza de todos sus personajes para ennoblecer el acto poético.
La primera persona recorre casi todo el libro, desde
un “yo” que no se atrasa y siente cómo lo hecho, es inalcanzable. La respuesta
del lector no es necesaria. Debe sentarse a escuchar/ver/tocar/degustar/leer la
sensación que ofrece. Si no está preparado cerrará la puerta; si lo está,
tendrá la sensación de haber obtenido algo que es indefinible.
La extática razón de estar frente a un mito, quizá,
le propina esa condición de verdad develada y redimensiona cada palabra que
sostiene. Alcanzar un libro que encierra, a pesar suyo, esa otra visión, es un
privilegio.
La isla en peso es más de lo que dice su inicio. Es mucho más que
un intento de no decir; porque faltó durante mucho tiempo, regresa con un vuelo
de piedra filosofal en una risa plena.
Virgilio Piñera extrajo de otros lugares una
isla concierto, una isla de semillas y frutales. Una isla de encierro que no
espera. En ese caso, al querer distinguirse por una fuerza individual, la
amalgama ya tenía un futuro desastroso.
La unión de los símbolos que crecieron fuera del
imaginario propuesto por el grupo antagónico (grupo Orígenes, liderado
por José Lezama Lima y Rodríguez Feo, que establecía una creación adjunta a la
divinidad), llevó la hechura estructural de Virgilio, aparentemente sencilla, a
traspasar hacia otro referente fuera de lo místico religioso, donde lo carnal (tómese carnal como
contacto abrasivo entre los integrantes de las esferas sociales) se enrarece a
partir de los puentes sujetos sobre plataformas tan contundentes como: la
falta, el no-olvido, la cercanía, la monotonía.
Puesto que la fuerza editorial de ese tiempo la
poseía el otro, la consumación artística se regía (y se rige) por las capas
dentro de las cuales se movían, y la sacralización de los valores
morales terminaba en la adoración a los íconos, la cosmogonía poética de
Virgilio quedó (y queda) al margen.
También su propia ausencia (definitiva durante un
período interrumpido de doce años) disminuía esa voz activa que necesita
la propaganda de su literatura.
Los textos fundan el viaje y su curador intentó
rescatarlos. Pero no pudo, la certeza aplasta cuando se ve de cerca eso que
será la ruina. Las lágrimas cesan con el último sonido de una lata de galletas,
bocabajo, percutora; y también cesa el chirrido de la verja, el oído pegado a
la pared, que ya no escucha.
Mucha isla queda fuera de esa isla, que, ante todo,
es un mural de estereotipos urbanos pertenecientes al cosmos recordado, y esa
repetición (no olvidar los años que, maravillosamente, Virgilio puso bajo cada
poema como firma) se actualiza. Hace sesenta años estamos quietos, por el
regreso, por devolver la mirada hacia atrás con ensimismamiento; eso también
deja el libro entre las manos. La quietud abre la herida, lo inamovible es
imparable, la aureola aturde la visión de un pueblo «rodeado de agua por
todas partes».
Un paralelo a lo construido por esos años, un
paralelo a lo edificado por estos, recarga el peso de la isla, como bolsa se
hunde en la tierra fluida bajo los pies, y está llena de huecos por lo vieja y
gastada, por esos huecos se juega a mirar y no se mira, por esa mirada se rebota
en la palabra, en la punta de una aguja entra hiriendo el ojo, el juego, y se
convierte en otro hueco de la bolsa.
La isla en peso besa libertades que están
allí, en la piel de una isla comiéndose a sí misma, en lo que la puebla.
La soledad donde se concibió no disminuye el empuje
de cada página, con valentía las cosas vienen a despedirse de su forma natural
y la metamorfosis encuentra, a través de ellas, la asimilación y concordancia
que durante mucho se creyó mística. La soledad y el silencio de ese libro no
ahogan lo que lo hace cierto.
¿Cómo acercarse al incorpóreo? ¿Cómo abrir la mueca
que hace en silencio? ¿Hacia dónde fue Virgilio que no pidió compañía?
En el hueco del cordal, un dulce dolor nos
despierta en la noche. El grito sordo no molesta. En ese espacio, la cascada
con su flujo destruye las estatuas. Las grandes voces han hecho la crucifixión
pero quiso algo-por-encima que ese
mundo llegara a quien lo busca.
Leer los poemas (que sí son) de La isla en peso es un viaje físico y
metafísico que se entremezcla. No existe allí la sobrenaturaleza, lo cotidiano
poetizable, lo real maravilloso, lo mágico, lo oculto, lo secreto; en sí el
secreto es no-secreto, visible, tangible, sucio degradado, distinto que está en
la bajocerteza expuesta.
Ausencia de lo divino, la poesía no viene de
ninguna parte, en tanto que el poema siempre se hace con el roce, y no solo el
roce, sino esta indetenible e inestable congoja de que todo se hace cierto.
Entonces, ¿Será preciso encontrar la madeja? ¿Resolverla?,
en el verso de Virgilio todo lo que se dice acumula, y todo lo que no se dice
es también parte de su diana; la mano que empuja hacia la búsqueda no es la de
Virgilio y toda la leyenda que lo envuelve, sino esa atracción por el núcleo
exacto de la poesía.
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