sábado, 23 de febrero de 2013

El hombre amarillo y las furias


2. «Flor de la Y»: Eros inmolde

Si el espacio y las sombras no cristalizan el encuentro, la tarde de Virgilio  viene con sus «negras acostadas esperando por el olor de las bestias». La fuerza de la desnudez aparece de pronto. Y todo lo plano, curva.
El erotismo de Virgilio roza al ser decrépito, lacerante espasmo que conduce a un sitio diseminado por ojos y manos que creyeron en la fuerza de la lengua. Que no es solo una lengua sino un estruendo que incluye la distancia discreta del espectador. El público sonríe pues lo mostrado late en terrenos que crecieron dando forma a una perspicacia de ajedrecista.
Aunque la toma de elementos (símbolos) se hace con la conciencia de que su geometría traspasa el encuentro entre los matices del amarillo, esas variaciones descubren los caminos en una manifiesta sensación numerativa.
La reincidencia parece capricho «sin una mitología, sin un tribunal».
Hablando en poesía, Virgilio aborda preferencias cuando establece en “Poema para la poesía” el estado de gracia: «Ese seno… qué indescriptible viaje me ha contado», dejando que la marea desgaje la forma de la uva. El árbol del cerezo, dulcísimo, con su corteza anuncia dolores profundos.
Desde el paisaje casi grotesco, amarillo presente, detiene el suceso del ángel que cae en versos en las grandes manos del poeta. El ilógico panorama que desliga la sensación de estar solo ante el imposible: «las mujeres avanzan con un pie en la boca»; lo que pudo parecer un ataque sexual, en Virgilio, tornillo sin fin, es la impactante derrota al fetichismo. Lo que desea: ser esclavo en la carne misma.
Pero no en la sumisión absoluta, sino en el golpe al concreto interés decadentista. El poema que para Virgilio «era algo como si un caballo y la creación poética se reunieran en un jardín» (dos elementos también eróticos: el caballo y el acto poético), crea, avanza, atenta contra el modo contemplativo de ver y verse dentro del coito. Él ofrece su mano y muestra una sonrisa davinciana. No tiene lengua, pero enjuaga el proceso «de aquellos pies cercenados en lo mejor de la danza».
Por la vía marginal se nos escapa, Virgilio y toda la tropa de los dioses encargados, cuando entra por detrás a una noche que aprieta la viceversa de la luna hasta que se sonroja junto a una figura de bronce.
Allí, en ese reino del escape, vuelve el rostro y pregunta: «¿Qué te pasa que no me miras?» Ya iba recogiendo la estela con arte y ocultándose discreto, cuando es él quién realmente se pregunta. El retorno se erige con detalles entre sádicos y pastoriles: «La cara es el espejo de la cara, /cara con cara hasta caer en la cara», y ahí está el tacto en un mudra deslizándose. Al calor lo hemos alejado como para no-ver y no-sentir, llevándonos a irremediablemente a la acción de no-tocar-para-prescindir.
La velocidad que ejerce sobre nuestros sentidos se nutre de algo específico: el asombro. El erotismo que logra Virgilio Piñera se desbarata por sí mismo. Lo palpable erógeno comienza la idea de qué solo debes abrir las ventanas y estirar las manos para oler el ritmo de una ciudad que sin sexo, habría caído en una espiral continua, dejando como resultado: las ruinas de un intento metropolitano.
Piñera incita ciertos momentos de la experiencia: «en el banco se besaron y con tanta intensidad», dejando a la ingenuidad de los adolescentes sentarse en su rodilla (rodilla-mítica, rodilla-amparo) como «amantes de verdad». Pero, ¿qué es la verdad en el Erotismo de Virgilio? ¿Acaso esa lengua, la rudeza blanda hasta que excita, el dolor mismo del orgasmo, que se ausenta magistralmente?
El tiempo que se tarda cada acción es implacable para Virgilio, lo alcanzado es el anverso del sentido, no hay tardanzas, el movimiento necesario es una cópula (o al menos un intento de ella); queda fuera como un «idioma intraducible»; y ya sabemos no hay escapatoria, ni atajo, ni concesión –en Virgilio como una figura. Piñera reclama: «Un viejo que se cae, cae de todo, /y en su caída arrastra la toalla /en un coito final de grito y tumba».
La mujer es una estatua que rara vez se profana. La mujer tiene cierto aire de jueza. La mujer puede tener enormes pies, o estar a punto de la metáfora de la muerte, o ser negra/bronce/amarilla/blanca, o se fotografía a la hora última, es acreedora de los días y la noche. La mujer Está allí y toma forma de garzón de enorme falo, se besa en la playa con otros jóvenes, y hunde las manos en la zona erógena con una maestría igual a la de un pintor barroco.
En la mujer reclama y conmueve el hecho de que no la inmovilice (no la fije),  la deja moverse a través de todo y todos los textos donde está. Cuando menciona a una mujer tiene el cuidado de elevarla hasta donde el Ser besa la androginia. Así sucede con Rosa Cagí, María Viván, La Hermana, Lady Dadiva; cuando su nombre no lo requiere, la fuerza del poema la sujeta con fuerza, le abre las piernas y el fuego que la consume nos lo regala.
Virgilio busca, no encuentra su cuerpo sino algo parecido, crea un mundo real dentro del mundo ¿real?. Con la mueca de la risa se hace de estaño. Su viejo sitio está ocupado por poderosos ríos de manos y gente que lo espera aún sentado en el café donde vio y sintió los muslos, las caderas y la pirámide efervescente. Ya Virgilio anuncia en 1968, a la hora exacta: nada es importante, ni su imagen ni la inclusión de su imagen. Su disimulado eros hace que la tarde tenga su destaque. Pero no es suficiente el espacio de su cuerpo que se multiplica. Él fue tan rápido que dijo: “Ahora ya posé. Que entren los fotógrafos.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario