domingo, 24 de febrero de 2013

El hombre amarillo y las furias




4. Eternamente joven en su instante

«Así, /velado, /fúnebre, /descalzo, /entre la vida y la indecisión» se encuentra lo oculto que traspasa el velo de Virgilio. El accionar su imagen viene a sacarlo del foco de atención. Él no está allí, donde requiere que detenga el símbolo. Sale fuera del marco. No es una figura que tenga manos para responder. Su sonido es el encuentro entre el hombre y el estanque. Una gota cae, ondas hace para la asimilación de la eternidad. En el equívoco aguarda lo narrado de su poesía, sostiene: hay fuerzas confluyendo, se vigilan entre sí, otorgan solución a una metamorfosis ascendente: «hasta entrarla en laberinto, /donde nada se pierde ni se encuentra».
La diseminación o la no-necesidad de enfoque, augura personajes que entran en escena frente a un panorama que lentamente se convierte en paisaje. «Aparta el pie, disipa el homenaje, /pues serán tus lamentos humo lejano», y serán parte, también, de todo cuanto necesite Virgilio para decir: no Soy y es suficiente. El objeto que refleja retiene el vuelo; y ese retener amenaza con participar.
Otra es su invisibilidad que transforma, se oculta y recarga la diana en otros artefactos que adquieren no su fuerza, sino algo paralelo; porque anticipa y no, lo que dice, lo que escribe.
Lo Oscuro devela lo Aforme. En ese chispazo de luz queda una post-imagen; el contorno crea aureolas, el haz casi toca el fondo del océano. «Jamás podrá el gabinete azul entrar en mi espacio», pues no es ya su espacio, sino un conjunto empujándolo fuera, de la imagen misma, donde el silencio la única impresión, pero tardía en el casi-acto.
El acercamiento destroza la atmósfera, «gris miserable //en lo que se diluye», por tanto se mantiene una distancia (¿concreta?). Y la iluminación está pendiente de cosas puestas sobre la marcha de lo que se arriesga, no trata sino de abrir un hueco por donde el margen capacite las líneas centrales de la calle. Desde aquí, en función de lo estricto, se mece hacia lo divergente, bifurcado encuentro de lo que se dice y de lo que no está allí por la soledad aniquiladora.
El viento corre las cortinas, Virgilio sonríe cuando sabe que está fuera de lo continuo, escalona la visión, lo visto, para retraer o aminorar la velocidad obtenida de ir hacia delante; no ir prediciendo, sino estar parado frente a la sorpresa de alguien que lo caza. Y es un juego de no ver, no huir.
Abre al flashazo una madrugada de botas militares y resuena los talones contra el zinc, nos ofrece cierto alud sónico de bestia, encontrándose en los parajes de los versos de Virgilio. Nada vendrá a ayudar. Piñera tiene la osadía de abrir el primer círculo. Entre esas sensaciones acumula empatía que frota meridiano de alcoholes. ¿Bajar o subir? ¿Echarse a un lado? Quien venga que no corte su cabeza, que la muestre. A partir de sus parajes establece la ausencia Virgilio de Piñera con el objetivo (foco-sujeto) de su poesía, una nube precisa el enigma. El hecho de quedarse completo, en la ausencia, delimita la variabilidad que pudiera disgregar la sensación. Pero el punto sensorial crece cuando todo sucede.
El vacío ocupa/abraza la fuga. Aquello que se mira está presente en el poema: “Yo estallo”, donde exige notar; pero al mismo tiempo: «No es fácil estallar en plena vida», o sea, avistar un estallido, cúmulo de la forma, energía en su estado puro, reflejo azul gabinete en el océano. Entonces ese ver vuelve a trazar bajo el estado hipnótico la reverencia, puesto que «no es fácil agarrase la cabeza /y rayar el fósforo del espanto».
La no-presencia de Virgilio, a veces aturde, llega hasta el límite, se vuelve íntegra, absoluta a fuerza de golpes, entrando en el mundo de su deuda con la vida. Obligado fantasma toca aquello de la noche, convertido en animal irrecuperable.
En el regreso de Virgilio, se tienta a la antropofagia, como animal que se destaca en la selva no por sus colores, sino por esa afirmación en tiempo de tormenta, como un gallo. Ya cesa a esta hora la conversión del alma, ha sido degustado por su primera sonrisa, bajado por las escaleras al sótano de la garganta y fluido en resumen coloquial de los jugos intestinales. Después de perderse en el laberinto, de golpear las curvas, de hacerse finísimo, saca un dedo por el patio para caer de cara, pedazo de cara pegado a la cara que nació luego de cerrar los ojos: «Mírame convertido en pirotecnia, /lejos de mi parte de amianto, /lejos de mis lágrimas incombustibles, /lejos de mis fuentes, ya perdido, /ni alto, ni bajo, estrecho o ancho, /tan sólo espanto».
Incluso allí, donde es solícito, se paladea su desaparición, su engaño. El muro completamente hecho de cal, que está apunto de caer por las hormigas, por los huecos de la patas de las hormigas, con banderas para el naufragio, para izarlas en la isla a dónde se dirige, sobre el fuerte hecho de hojas de malanga.
Desde donde: «¡Nadie puede salir, nadie puede salir! /La vida del embudo y encima la nata de la rabia. /Nadie puede salir: /El tiburón más diminuto rehusaría transportar un cuerpo intacto. /Nadie puede salir: /una uva caleta cae en la frente de la criolla /que se abanica lánguidamente en una mecedora, /y nadie puede salir termina espantosamente en choque de las /claves».

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