sábado, 23 de febrero de 2013

El Hombre Amarillo y las furias 1


3. Con la cabeza rapada por encima de la cerca

«Tengo para mí como el mejor poema de Piñera su “Treno por la muerte del príncipe Fuminaro Konoye”, en el que confunde líricamente al narrador con el teatrista, para obtener un poema híbrido y de alta expresividad, de francos recursos tomados de las vanguardias y eficacia de lenguaje entre teatral y lírico».2 Aquí se establece esa búsqueda de signos traídos de plataformas diferentes, un punto en que la experimentación no concluye.
El sujeto es desplazado hacia las cosas aparentes, no sufre metamorfosis, sino que se re-anima a través de una validez para su Huir de la Culpa. Situación que persigue a través de todo el texto, como alterando su propia secularidad vital. La imposibilidad mostrada en “Treno…”, es la diseminación de “La isla en peso”, es un cristo en “Poema para la poesía”, es un destello que no se hace distinguible en la voz de su propio autor. Virgilio destaca el deseo de aclarar los dolores de la isla sucediendo en personajes que terminan por conceder el intento, y ese hecho consagra su poesía en posibles soluciones. El grito se da en la acción pura y no en el nombramiento de la acción.
Pero la llama, fuego que quiebra y endurece la carne, no fuego fatuo, dibuja los contornos de esa isla que viene a empujarnos a tanta barbarie. La llama realiza el trabajo dentro del cuerpo; un hombre convertido en sable no salva personas muertas bajo la presión de un sable. «Lo nuevo y lo viejo todavía en oposición figuran un curioso bestiario moderno» –soy valiente al modificar la línea de Arrufat, cuando habla de lo dual–, se agranda en la distancia temporal, no se huye.
Un amarillo salobre cristaliza esa fuerza indetenible al encontrarse frente a la muralla sónica. El apático color de Virgilio es la mentira, el animal alza las manos frente a sus dioses, y comienza el sacrificio pisando fuerte la sangre vertida sobre el ídolo. En ese deleite de caracteres tropieza directo e irrevocable.
El tono habla desde el agua, despide burbujas que yacen en el hueco distraído. Esa ralentización del sonido aparece como pasión ubicua, pero no ambigua. Nadie seguirá existiendo fuera. La presión acuática encuentra su opuesto en los ojos. El valor metálico de la garganta produce aversiones a los días en la forma de la palabra. Virgilio ríe y no muere, pero no tiene una guerra suicida, padre militar, cascada, comodidad, principio de ciudad; la cohesión en el ritmo de un poema es la noticia, estructura sabia en la esotería. 
Una sombrilla, no paraguas; un café subdesarrollado en ciudad emergente, no una estancia cargada de historia; la eterna calle que nace en el mar, no un río que corta a la ciudad; una esquina, no el sitio de la muerte; un Quijote sobre su caballo circulado, no un tierno aposento dónde tocar y sentir; Virgilio quiere que se apaguen todas las luces para creerse tan solo como el viento.
Sin pies ni cabezas se arrastra sobre la forma del caimán, con las uñas quiere sentir pero se oculta. El acto de la gaita le abre la herida, en la sobremesa hubo ese olvido. No hay razón para el silencio. Desde la altura dibuja los cables y una cuerda ennailada ahorca a la camisa de fuerza, ese calor de tormenta se quiebra, ofrece desnuda a la mulata que fue un siglo de su piel plegada por el sol. Y en todo esto viene a rendir culto el agua.
En la cima, o la terraza, la música asiente en ritmo jazz que enjuaga. La sombra y el hecho de la sombra, pretenden la conspiración, aleteados al viento que es Virgilio sobre la ciudad. Esa mano que corrompe el rumbo espeso de los pétalos «llora al velo de la muerte»5, y desde el sentido de la vista, bajo el ataúd se empieza a sentir el absurdo.
Como hermosa amante flexible se muestra el tono de lo grotesco. Lo grande desmesurado erotiza el canto, cuando en las manos posee él mismo un cañón que riega y pregunta desde la punta de su lengua. No acercarse al ser homo/erótico de Virgilio, sería negar ese grado de movimiento que esculpe a cada paso. Casi la vieja intriga enlazándose al descubrir por una ventana a Virgilio bautizado por la espesa concentración de su(s) visitante(s). Desde el Éxtasis, donde seguro no cerrará los ojos, su amante ó sus seis vendrán a ocupar el sitio de su puerta, viendo como disminuye.
Entre los huecos de la cerca y las cuchillas, detrás del pequeño hueco que dejó, detrás incluso de la muerte, Virgilio pone las manos contra la pared.

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