domingo, 24 de febrero de 2013

Papel blanco en el entierro



Sol mediante. El embrujo de la tarde cae sobre los hombros de Virgilio. El verbo asusta en cuanto el seré-en-sí vuelve la cara; y estar al vacío lejos de imitar, oculta esa servidumbre derivada cada vez que caer aparece con su forma angelical.
El calor de un lugar sin escapatoria, viste el Tiempo donde Virgilio enuncia su discapacidad, a veces con el estilo aprehensivo de la crítica mordaz, seguida de punzantes equilibrios de la imagen. Creando el martirio escénico, vaporoso andamiaje que descansa sobre el verso.
Ahogarse en tempo alegríssimo, con las dos manos y una cuerda bajo el mar. El proceso histórico a través de la actualidad incompetente. Su quietud atrapa niveles y matices del juglar encargado del obituario. Una transición se pega entre labios y labios que repiten la aguada sensación de los candiles, donde el fuego, adiestrado animal, baja a la hora del té, con un bordado fiero, parecido al hierro que bandea por las venas del candil.
Sol criollo sazonado con ventanas abiertas, sin brisa de tarde; y Virgilio deja sus dientes sobre el parque. Una broma colosal es el embrujo, trae telarañas dibujadas sobre ruinas de otra isla: que jamás se unió, ni separó, del continente.
Pero solo una palabra es ese sol de zanjas y calles maltrechas, que se levanta a pesar de las tormentas. En tanto el verbo retrae y pesa, unta la característica primitiva al desenlace de un poema. Caer no es solo una fase que sobrepasar, ni siquiera es el eterno ingrávido, no es tampoco un sentido fundamental pues aparece como al descuido en “Un hombre es así” («Con golpes y audacia /cae en lo que te pasa, cae y arrástrame»), y esa sensación de culpa se repite el caer, lo que intensifica el propósito y deja sin desvíos al espectador —conviene llamar así a quien se hunda en estas páginas.
Regreso a “Yo estallo”, donde caer es otro método, desde la azulada lejanía Mira cómo se pierde estallando el sol, /mirando caer la dorada nostalgia…») el núcleo no parte desde el acto de caer sino desde lo pasivo, pone una frontera cristalina, levita por ese minúsculo instante del presente.
En “El delirante” atraviesa y rasga sutilezas («Aquí, sostenido apenas por el momento lejano»), otro matiz dichoso que pernocta entre aguas, donde sostenerse se convierte en lo divino alcanzable, contraste inseguro, puesto que roza el desequilibrio justificado con el titulo.
En el poema homónimo a la sección Un bamboleo frenético se evoca a la caída como acto superior de todo ser («No hacen falta en esta hora en que caes siempre»), sentencia que acumula el canto a la belleza; y desde esa violencia palpable el golpe auto-infligido, más veces se cae («de los pies a la cabeza», «Audaz», «¡Cataplum! ¡Al hoyo!»).
Volviendo a la caída de “Un hombre es así” donde el acto de caer es indispensable, la reiteración silábica creada con la palabra cara —el  infinitivo remedia lo que pudo parecer pedantería— es un pacto («cara con cara hasta caer en la cara»), y reaparece («siempre, en esta tarde sangrienta, tiembla y cae») Virgilio que no pudo despegarse («Golpea y raja»), deja ese sabor vertical del movimiento, bajo un resumen de fuerzas (todas físicas) se cae.
Hay que decir que todos los poemas citados están fechados en 1961, lo cual funda una mística salvaje, una categoría, una extrañeza; también que, son poemas maniobrables, que rozan a veces la “ineficiencia”, en tanto son para leerse en una voz altísima, casi en grito, dominio de estar como animal imaginando frente al público, habitando toda la escena.
El cuerpo poémico se hace acompañar, remite a imágenes antes utilizadas y regresa, sobre todo por lo grato de su aparición, no forzada más bien goteada.
La imagen del sol se animaliza —“El delirante”— («Como el león la desconfianza se acerca /pasando junto a la perfección de la hora, /amarrando desvelos que nos hacen morir de risa»), solo deja la pregunta y no una plataforma donde enmarcar el chiste de un león acercándose, frontal, intimidante. Objeto solar que sufre la metempsicosis animal, sugiere acercamiento al cosmos místico («un tigre amarrado /que está loco por soltarse» [“Juegos infantiles”] y luego «tigre desatado» [“El resultado”]); un alto es esa visión de dos objetos: animal-cuerda, lo felino y el desamarre, lo sigiloso camuflado que aparece en la poética de Virgilio con esa desmesura.
Luna heliotropa. Zona virgen la de complacer. Grito-cartel colgado en el flanco derecho de un puente de autopista. El crecimiento de la ciudad junto a los intermedios. Salto del dios Sol que viene y (Virgilio) no pone pirámides, no calcula bien, no cumple los designios del manto celeste. El carro que cruza y parte en dos el cielo, tiene dos horarios para hacerlo, nunca se retrasa, sino cambia, evoluciona; mira al hermano desvalido y terco, sufriendo la maldición apolínea. Ni los hombres de barro faltos de fe, ni los hombres de metal, perfectos y edénicos, hicieron que sus 400 discursos (convertidos en muchachos que entran en la historia para matar al héroe virgiliano) pudieran cambiar el curso argonáutico, que ata al fantasma de la Literatura.
Virgilio se da lujo vanguardista, uso gutural de la frase, donde gasta una línea que no parece importante, un rito se amplía donde la tensión crece, y realza la postura lúdica frente al acto súmmum: el acto poético.
Establecer el puente, caminarlo (Virgilio siendo el puente) y arribar a otra orilla donde lo inasible no despierta sino se acumula, activa callejones hechos para desaparecer en la ciudad; es dentro que ese laberinto seco de paredes, que Virgilio fortalece su paso, hunde lento el pie, y pega la campana de su imagen en esto que es nuestra vida.
Es esa broma colosal que no tiene miedo cuando dice: «Con una mano enjoyada voy dispersando la niebla /con otra –descarnada– destapo ansioso el sepulcro /en que antiguos paladines yacen en su eterno sueño» (“Una broma colosal”, pág. 184).
En el clarear de la noche, ¿será opuesto lo posible al imposible repetido, será que después, al descubrir el ciclo, es el primer paso hacia lo oscuro? Amanece en las piedras de los huecos afilados, el cuerpo de Virgilio que sufría el silencio cavernario de la equivocación, tiene el camino labrado que viene de la furnia, a cada paso, escupe rojo que no se despega hasta después de mucha agua balanceada, en esa humedad clériga, azul latente contra azul huérfano, se ubica frente a los huecos que traen la vida de Virgilio. Solo cantar ópera y un poema para su descanso.

El hombre amarillo y las furias




4. Eternamente joven en su instante

«Así, /velado, /fúnebre, /descalzo, /entre la vida y la indecisión» se encuentra lo oculto que traspasa el velo de Virgilio. El accionar su imagen viene a sacarlo del foco de atención. Él no está allí, donde requiere que detenga el símbolo. Sale fuera del marco. No es una figura que tenga manos para responder. Su sonido es el encuentro entre el hombre y el estanque. Una gota cae, ondas hace para la asimilación de la eternidad. En el equívoco aguarda lo narrado de su poesía, sostiene: hay fuerzas confluyendo, se vigilan entre sí, otorgan solución a una metamorfosis ascendente: «hasta entrarla en laberinto, /donde nada se pierde ni se encuentra».
La diseminación o la no-necesidad de enfoque, augura personajes que entran en escena frente a un panorama que lentamente se convierte en paisaje. «Aparta el pie, disipa el homenaje, /pues serán tus lamentos humo lejano», y serán parte, también, de todo cuanto necesite Virgilio para decir: no Soy y es suficiente. El objeto que refleja retiene el vuelo; y ese retener amenaza con participar.
Otra es su invisibilidad que transforma, se oculta y recarga la diana en otros artefactos que adquieren no su fuerza, sino algo paralelo; porque anticipa y no, lo que dice, lo que escribe.
Lo Oscuro devela lo Aforme. En ese chispazo de luz queda una post-imagen; el contorno crea aureolas, el haz casi toca el fondo del océano. «Jamás podrá el gabinete azul entrar en mi espacio», pues no es ya su espacio, sino un conjunto empujándolo fuera, de la imagen misma, donde el silencio la única impresión, pero tardía en el casi-acto.
El acercamiento destroza la atmósfera, «gris miserable //en lo que se diluye», por tanto se mantiene una distancia (¿concreta?). Y la iluminación está pendiente de cosas puestas sobre la marcha de lo que se arriesga, no trata sino de abrir un hueco por donde el margen capacite las líneas centrales de la calle. Desde aquí, en función de lo estricto, se mece hacia lo divergente, bifurcado encuentro de lo que se dice y de lo que no está allí por la soledad aniquiladora.
El viento corre las cortinas, Virgilio sonríe cuando sabe que está fuera de lo continuo, escalona la visión, lo visto, para retraer o aminorar la velocidad obtenida de ir hacia delante; no ir prediciendo, sino estar parado frente a la sorpresa de alguien que lo caza. Y es un juego de no ver, no huir.
Abre al flashazo una madrugada de botas militares y resuena los talones contra el zinc, nos ofrece cierto alud sónico de bestia, encontrándose en los parajes de los versos de Virgilio. Nada vendrá a ayudar. Piñera tiene la osadía de abrir el primer círculo. Entre esas sensaciones acumula empatía que frota meridiano de alcoholes. ¿Bajar o subir? ¿Echarse a un lado? Quien venga que no corte su cabeza, que la muestre. A partir de sus parajes establece la ausencia Virgilio de Piñera con el objetivo (foco-sujeto) de su poesía, una nube precisa el enigma. El hecho de quedarse completo, en la ausencia, delimita la variabilidad que pudiera disgregar la sensación. Pero el punto sensorial crece cuando todo sucede.
El vacío ocupa/abraza la fuga. Aquello que se mira está presente en el poema: “Yo estallo”, donde exige notar; pero al mismo tiempo: «No es fácil estallar en plena vida», o sea, avistar un estallido, cúmulo de la forma, energía en su estado puro, reflejo azul gabinete en el océano. Entonces ese ver vuelve a trazar bajo el estado hipnótico la reverencia, puesto que «no es fácil agarrase la cabeza /y rayar el fósforo del espanto».
La no-presencia de Virgilio, a veces aturde, llega hasta el límite, se vuelve íntegra, absoluta a fuerza de golpes, entrando en el mundo de su deuda con la vida. Obligado fantasma toca aquello de la noche, convertido en animal irrecuperable.
En el regreso de Virgilio, se tienta a la antropofagia, como animal que se destaca en la selva no por sus colores, sino por esa afirmación en tiempo de tormenta, como un gallo. Ya cesa a esta hora la conversión del alma, ha sido degustado por su primera sonrisa, bajado por las escaleras al sótano de la garganta y fluido en resumen coloquial de los jugos intestinales. Después de perderse en el laberinto, de golpear las curvas, de hacerse finísimo, saca un dedo por el patio para caer de cara, pedazo de cara pegado a la cara que nació luego de cerrar los ojos: «Mírame convertido en pirotecnia, /lejos de mi parte de amianto, /lejos de mis lágrimas incombustibles, /lejos de mis fuentes, ya perdido, /ni alto, ni bajo, estrecho o ancho, /tan sólo espanto».
Incluso allí, donde es solícito, se paladea su desaparición, su engaño. El muro completamente hecho de cal, que está apunto de caer por las hormigas, por los huecos de la patas de las hormigas, con banderas para el naufragio, para izarlas en la isla a dónde se dirige, sobre el fuerte hecho de hojas de malanga.
Desde donde: «¡Nadie puede salir, nadie puede salir! /La vida del embudo y encima la nata de la rabia. /Nadie puede salir: /El tiburón más diminuto rehusaría transportar un cuerpo intacto. /Nadie puede salir: /una uva caleta cae en la frente de la criolla /que se abanica lánguidamente en una mecedora, /y nadie puede salir termina espantosamente en choque de las /claves».

sábado, 23 de febrero de 2013

El Hombre Amarillo y las furias 1


3. Con la cabeza rapada por encima de la cerca

«Tengo para mí como el mejor poema de Piñera su “Treno por la muerte del príncipe Fuminaro Konoye”, en el que confunde líricamente al narrador con el teatrista, para obtener un poema híbrido y de alta expresividad, de francos recursos tomados de las vanguardias y eficacia de lenguaje entre teatral y lírico».2 Aquí se establece esa búsqueda de signos traídos de plataformas diferentes, un punto en que la experimentación no concluye.
El sujeto es desplazado hacia las cosas aparentes, no sufre metamorfosis, sino que se re-anima a través de una validez para su Huir de la Culpa. Situación que persigue a través de todo el texto, como alterando su propia secularidad vital. La imposibilidad mostrada en “Treno…”, es la diseminación de “La isla en peso”, es un cristo en “Poema para la poesía”, es un destello que no se hace distinguible en la voz de su propio autor. Virgilio destaca el deseo de aclarar los dolores de la isla sucediendo en personajes que terminan por conceder el intento, y ese hecho consagra su poesía en posibles soluciones. El grito se da en la acción pura y no en el nombramiento de la acción.
Pero la llama, fuego que quiebra y endurece la carne, no fuego fatuo, dibuja los contornos de esa isla que viene a empujarnos a tanta barbarie. La llama realiza el trabajo dentro del cuerpo; un hombre convertido en sable no salva personas muertas bajo la presión de un sable. «Lo nuevo y lo viejo todavía en oposición figuran un curioso bestiario moderno» –soy valiente al modificar la línea de Arrufat, cuando habla de lo dual–, se agranda en la distancia temporal, no se huye.
Un amarillo salobre cristaliza esa fuerza indetenible al encontrarse frente a la muralla sónica. El apático color de Virgilio es la mentira, el animal alza las manos frente a sus dioses, y comienza el sacrificio pisando fuerte la sangre vertida sobre el ídolo. En ese deleite de caracteres tropieza directo e irrevocable.
El tono habla desde el agua, despide burbujas que yacen en el hueco distraído. Esa ralentización del sonido aparece como pasión ubicua, pero no ambigua. Nadie seguirá existiendo fuera. La presión acuática encuentra su opuesto en los ojos. El valor metálico de la garganta produce aversiones a los días en la forma de la palabra. Virgilio ríe y no muere, pero no tiene una guerra suicida, padre militar, cascada, comodidad, principio de ciudad; la cohesión en el ritmo de un poema es la noticia, estructura sabia en la esotería. 
Una sombrilla, no paraguas; un café subdesarrollado en ciudad emergente, no una estancia cargada de historia; la eterna calle que nace en el mar, no un río que corta a la ciudad; una esquina, no el sitio de la muerte; un Quijote sobre su caballo circulado, no un tierno aposento dónde tocar y sentir; Virgilio quiere que se apaguen todas las luces para creerse tan solo como el viento.
Sin pies ni cabezas se arrastra sobre la forma del caimán, con las uñas quiere sentir pero se oculta. El acto de la gaita le abre la herida, en la sobremesa hubo ese olvido. No hay razón para el silencio. Desde la altura dibuja los cables y una cuerda ennailada ahorca a la camisa de fuerza, ese calor de tormenta se quiebra, ofrece desnuda a la mulata que fue un siglo de su piel plegada por el sol. Y en todo esto viene a rendir culto el agua.
En la cima, o la terraza, la música asiente en ritmo jazz que enjuaga. La sombra y el hecho de la sombra, pretenden la conspiración, aleteados al viento que es Virgilio sobre la ciudad. Esa mano que corrompe el rumbo espeso de los pétalos «llora al velo de la muerte»5, y desde el sentido de la vista, bajo el ataúd se empieza a sentir el absurdo.
Como hermosa amante flexible se muestra el tono de lo grotesco. Lo grande desmesurado erotiza el canto, cuando en las manos posee él mismo un cañón que riega y pregunta desde la punta de su lengua. No acercarse al ser homo/erótico de Virgilio, sería negar ese grado de movimiento que esculpe a cada paso. Casi la vieja intriga enlazándose al descubrir por una ventana a Virgilio bautizado por la espesa concentración de su(s) visitante(s). Desde el Éxtasis, donde seguro no cerrará los ojos, su amante ó sus seis vendrán a ocupar el sitio de su puerta, viendo como disminuye.
Entre los huecos de la cerca y las cuchillas, detrás del pequeño hueco que dejó, detrás incluso de la muerte, Virgilio pone las manos contra la pared.

El hombre amarillo y las furias


2. «Flor de la Y»: Eros inmolde

Si el espacio y las sombras no cristalizan el encuentro, la tarde de Virgilio  viene con sus «negras acostadas esperando por el olor de las bestias». La fuerza de la desnudez aparece de pronto. Y todo lo plano, curva.
El erotismo de Virgilio roza al ser decrépito, lacerante espasmo que conduce a un sitio diseminado por ojos y manos que creyeron en la fuerza de la lengua. Que no es solo una lengua sino un estruendo que incluye la distancia discreta del espectador. El público sonríe pues lo mostrado late en terrenos que crecieron dando forma a una perspicacia de ajedrecista.
Aunque la toma de elementos (símbolos) se hace con la conciencia de que su geometría traspasa el encuentro entre los matices del amarillo, esas variaciones descubren los caminos en una manifiesta sensación numerativa.
La reincidencia parece capricho «sin una mitología, sin un tribunal».
Hablando en poesía, Virgilio aborda preferencias cuando establece en “Poema para la poesía” el estado de gracia: «Ese seno… qué indescriptible viaje me ha contado», dejando que la marea desgaje la forma de la uva. El árbol del cerezo, dulcísimo, con su corteza anuncia dolores profundos.
Desde el paisaje casi grotesco, amarillo presente, detiene el suceso del ángel que cae en versos en las grandes manos del poeta. El ilógico panorama que desliga la sensación de estar solo ante el imposible: «las mujeres avanzan con un pie en la boca»; lo que pudo parecer un ataque sexual, en Virgilio, tornillo sin fin, es la impactante derrota al fetichismo. Lo que desea: ser esclavo en la carne misma.
Pero no en la sumisión absoluta, sino en el golpe al concreto interés decadentista. El poema que para Virgilio «era algo como si un caballo y la creación poética se reunieran en un jardín» (dos elementos también eróticos: el caballo y el acto poético), crea, avanza, atenta contra el modo contemplativo de ver y verse dentro del coito. Él ofrece su mano y muestra una sonrisa davinciana. No tiene lengua, pero enjuaga el proceso «de aquellos pies cercenados en lo mejor de la danza».
Por la vía marginal se nos escapa, Virgilio y toda la tropa de los dioses encargados, cuando entra por detrás a una noche que aprieta la viceversa de la luna hasta que se sonroja junto a una figura de bronce.
Allí, en ese reino del escape, vuelve el rostro y pregunta: «¿Qué te pasa que no me miras?» Ya iba recogiendo la estela con arte y ocultándose discreto, cuando es él quién realmente se pregunta. El retorno se erige con detalles entre sádicos y pastoriles: «La cara es el espejo de la cara, /cara con cara hasta caer en la cara», y ahí está el tacto en un mudra deslizándose. Al calor lo hemos alejado como para no-ver y no-sentir, llevándonos a irremediablemente a la acción de no-tocar-para-prescindir.
La velocidad que ejerce sobre nuestros sentidos se nutre de algo específico: el asombro. El erotismo que logra Virgilio Piñera se desbarata por sí mismo. Lo palpable erógeno comienza la idea de qué solo debes abrir las ventanas y estirar las manos para oler el ritmo de una ciudad que sin sexo, habría caído en una espiral continua, dejando como resultado: las ruinas de un intento metropolitano.
Piñera incita ciertos momentos de la experiencia: «en el banco se besaron y con tanta intensidad», dejando a la ingenuidad de los adolescentes sentarse en su rodilla (rodilla-mítica, rodilla-amparo) como «amantes de verdad». Pero, ¿qué es la verdad en el Erotismo de Virgilio? ¿Acaso esa lengua, la rudeza blanda hasta que excita, el dolor mismo del orgasmo, que se ausenta magistralmente?
El tiempo que se tarda cada acción es implacable para Virgilio, lo alcanzado es el anverso del sentido, no hay tardanzas, el movimiento necesario es una cópula (o al menos un intento de ella); queda fuera como un «idioma intraducible»; y ya sabemos no hay escapatoria, ni atajo, ni concesión –en Virgilio como una figura. Piñera reclama: «Un viejo que se cae, cae de todo, /y en su caída arrastra la toalla /en un coito final de grito y tumba».
La mujer es una estatua que rara vez se profana. La mujer tiene cierto aire de jueza. La mujer puede tener enormes pies, o estar a punto de la metáfora de la muerte, o ser negra/bronce/amarilla/blanca, o se fotografía a la hora última, es acreedora de los días y la noche. La mujer Está allí y toma forma de garzón de enorme falo, se besa en la playa con otros jóvenes, y hunde las manos en la zona erógena con una maestría igual a la de un pintor barroco.
En la mujer reclama y conmueve el hecho de que no la inmovilice (no la fije),  la deja moverse a través de todo y todos los textos donde está. Cuando menciona a una mujer tiene el cuidado de elevarla hasta donde el Ser besa la androginia. Así sucede con Rosa Cagí, María Viván, La Hermana, Lady Dadiva; cuando su nombre no lo requiere, la fuerza del poema la sujeta con fuerza, le abre las piernas y el fuego que la consume nos lo regala.
Virgilio busca, no encuentra su cuerpo sino algo parecido, crea un mundo real dentro del mundo ¿real?. Con la mueca de la risa se hace de estaño. Su viejo sitio está ocupado por poderosos ríos de manos y gente que lo espera aún sentado en el café donde vio y sintió los muslos, las caderas y la pirámide efervescente. Ya Virgilio anuncia en 1968, a la hora exacta: nada es importante, ni su imagen ni la inclusión de su imagen. Su disimulado eros hace que la tarde tenga su destaque. Pero no es suficiente el espacio de su cuerpo que se multiplica. Él fue tan rápido que dijo: “Ahora ya posé. Que entren los fotógrafos.”